Diversidad, multiculturalismos e identidades: perspectivas de género.
La comunidad científica internacional ha deparado una creciente atención a las categorías analíticas de diversidad, multiculturalismo y a la construcción de identidades en las últimas décadas. Hoy en día, a umbrales del siglo XXI, muchos de estos conceptos son de uso habitual y se han incorporado en el lenguaje popular para expresar los hechos diferenciales de signo cultural y describir las condiciones de vida y las experiencias colectivas de numerosos grupos y comunidades en el mundo actual de la globalización. La explosión multicultural, impulsada inicialmente por los discursos culturales y políticos de relaciones de raza (race relations) en Gran Bretaña desde los años sesenta, junto con las políticas multiculturales de Canadá y Australia de los años setenta, fue fortalecida por los aportes realizados en los Estados Unidos, particularmente desde el campo educativo en los años ochenta, habiendo adquirido en los noventa una dimensión europea.
El multiculturalismo en sus diferentes interpretaciones representa la respuesta de la sociedad occidental a políticas anteriores de signo asimilacionista. Frente a la evidencia del fracaso del “melting pot” basado en la asimilación cultural de inmigrantes y minorías étnicas de las pautas de la cultura hegemónica de la sociedad de acogida, el multiculturalismo contempla la existencia de la diversidad cultural en el seno de la sociedad. Pretende asimismo elaborar políticas de reconocimiento de sus diversas expresiones y establecer bases para la igualdad de oportunidades. En la actualidad, el multiculturalismo en clave plural ha alcanzado tal arraigo social que en 1997 el científico social Nathan Glazer, de la Universidad de Harvard, apeló a la frase “Todos somos socialistas ahora”, de Sir William Harcourt en 1889, pero reconvertida en la contundente afirmación: “Todos somos multiculturalistas ahora” que utilizó como título de su libro más reciente N. Glazer, (1998).
La nueva Europa se ha convertido en un escenario de expresiones plurales multiculturales donde complejas realidades culturales se insertan y se entrecruzan en una diversidad de tradiciones políticas, sociales, religiosas y de género. Herencia en parte de una sociedad postcolonial y, a la vez, de las oleadas migratorias, emigratorias e inmigratorias del último siglo, la problemática de la diversidad cultural y del multiculturalismo constituye uno de los grandes temas de debate abierto en la sociedad actual. El antropólogo Gerd Baumann señalaba en un reciente estudio el reto que hoy tienen que resolver los estudiosos y la propia sociedad europea, a saber, el enigma del multiculturalismo G. Baumann, (1999). Pero si bien parece que se pueda alegar un creciente interés de políticos, científicos sociales, agentes sociales y los/las ciudadanos de a pie por el multiculturalismo, también es cierto que se sigue produciendo y reproduciendo una visión sesgada e incompleta del mismo ya que aún no se ha incorporado a su análisis, de forma sistemática, una perspectiva de género ni tampoco se suele incluir la mirada y las vivencias de las mujeres en tanto uno de los elementos específicos que marcan la experiencia plural de la multiculturalidad.
El análisis de género y la inclusión de las mujeres como agentes centrales de las experiencias de la multiculturalidad constituyen una dimensión ausente o periférica en el debate en torno al multiculturalismo. Su integración efectiva representa un reto significativo para el desarrollo de un modelo democrático multicultural.
La invisibilidad de las mujeres y la falta de reconocimiento de la necesidad de integrar una perspectiva de género han marcado nuestra visión del multiculturalismo, reproduciendo esquemas de subalternidad, falta de subjetividad femenina y visiones culturales estereotipadas de diversidad cultural en clave femenina. Si bien algunos autores como Kincheloe y Steinberg entienden que los estudios de las mujeres representan una parte fundamental del enfoque multicultural, J. Kincheloe y S.R. Steinberg, (1999), aún estamos lejos de su inclusión sistemática en estudios y, más aún, en políticas. Además, tampoco se ha conseguido establecer una visión del multiculturalismo que contemple al género como perspectiva integrante y transversal de análisis. Este ensayo pretende aportar algunos elementos de reflexión sobre el multiculturalismo desde esa perspectiva, es decir, en clave de la diversidad de género, en la certeza de que la misma facilitará su mejor entendimiento.
Diversidad cultural, experiencia histórica y el reconocimiento de los sujetos históricos.
Desde la perspectiva de la experiencia individual y colectiva de mujeres y hombres de diversos grupos de diferentes países, su proyecto de vida se ha configurado a partir de vivencias culturales de diversidad, hibridez y multiculturalismo. La experiencia denominada hoy como multiculturalismo tiene una amplia dimensión histórica a pesar de que no se había conceptualizado hasta hace sólo unas décadas en esos términos de análisis por las ciencias sociales. Sin ir más lejos, en los Estados Unidos, que llegó más tarde a los planteamientos multiculturales que la vecina Canadá L. Foster, P. Herzog, (1994), hasta mediados de los años ochenta se utilizaban los términos pluralismo cultural o educación intercultural para describir la respuesta de la sociedad estadounidense a la diversidad cultural GLAZER (1997: 8). Asimismo, la limitación de la aplicación de ciertas categorías de análisis de la diversidad no sólo se advierte en términos espaciales sino también temporales puesto que considero que esas categorías analíticas no pueden limitarse sólo al periodo más actual de la globalización, ya que precisamente desde el siglo XIX la nueva sociedad moderna industrial se asentó, entre otros factores, sobre la base de grandes migraciones, desplazamientos culturales y en comunidades basadas en identidades de diáspora y en el intercambio cultural desde la diversidad.
En términos demográficos y culturales, países como los Estados Unidos V. Yans-McLaughlin, (1990) o Argentina, D. Marre, (1999), H. Gaggiotti, (1994), en tanto que territorios receptores de inmensos flujos migratorios con influencia en el asentamiento de su población y en la construcción de sus identidades nacionales, han vivido desde el siglo XIX el desarrollo de culturas transnacionales multiculturales. También lo han hecho países como Irlanda e Italia desde la experiencia inversa en tanto que sociedades exportadores de grandes contingentes de emigrantes. Como consecuencia, al menos en el caso de Irlanda, la sociedad se ha sostenido en una identidad de diáspora inherente a su identidad nacional, como destacó hace unos años la Presidenta Mary Robinson B. Gray, (2000). Así, el intercambio cultural desde la hibridez, la subjetividad cultural diaspórica o la diversidad cultural, ha caracterizado hace más de un siglo la trayectoria cultural de diversos estados nación, trayectoria que, a su vez, también tiene una lectura de género, R. Cohen (1997).
Las meta narrativas tradicionales de la modernidad y del progreso construídas desde el siglo XIX operaron en gran medida a partir de procesos identitarios formulados en términos de género y de raza. La construcción cultural de la diferencia humana desde ambas claves se convirtió en uno de los elementos constitutivos de la modernidad y de la identificación de actores con incapacidad de transformación histórica y, por tanto, no asimilables a las pautas de subjetividad histórica.
El discurso en torno a la raza como principio explicativo de un orden socio-político jerarquizado se convirtió en un imaginario colectivo popular de amplia resonancia y en un valor clave de la cultura occidental a partir del siglo XIX y, como tal, en mecanismo de legitimación de un orden político de signo colonial e imperialista. La representación cultural de la diferencia en términos de categorías raciales quedó claro en el discurso colonial que caracterizó al “otro” - los pueblos colonizados - en grupos étnicos de una naturaleza supuestamente inferior. Frente a ellos, el hombre blanco categorizado como de raza superior, debía, en palabras del poeta Kipling, asumir la carga del hombre blanco, ("the white man's burden") de "civilizar" a esos pueblos colonizados. El discurso de raza, entonces, sirvió para asentar la mentalidad colonial y para justificar la expansión imperial de los países occidentales en el ámbito mundial J.A. Mangan, (1990); V. Ware, (1992).
En la construcción de la modernidad, el desarrollo del discurso de raza y de género respondió a lógicas semejantes. Se basó en la representación cultural de la diferencia y en la cristalización del “otro” a partir del establecimiento de una diferencia absoluta de supuesta base biológica a la que se adjudicó el carácter de rasgo natural. La naturalización de la diferencia y el esencialismo biológico implícito en su representación cultural son factores decisivos en la construcción social de la noción de raza y del discurso de género del imaginario colectivo. La "biologización del pensamiento social", en términos de Wieviorka, M. Wieviorka, (1992), convirtió al discurso de raza y a sus representaciones culturales en mito justificativo de valores culturales discriminatorios. De la misma manera, el esencialismo biológico funcionó en el discurso de género como dispositivo simbólico en que asentar un régimen de representaciones culturales funcional para establecer una jerarquización de la supuesta diferencia natural entre hombres y mujeres. Ambas representaciones culturales presentaron -y presentan- a la diferencia de raza y de sexo en términos de una diferencia natural irreductible que permite, a su vez, una oposición de inferior a superior también de base natural. De esta manera han actuado también como configuradores de prácticas sociales que niegan la categoría de sujetos históricos a determinados colectivos identificados como el “otro”, es decir, no blancos o mujeres, aquellos que se ubican fuera de la norma con que se define al hombre blanco occidental como único sujeto histórico universal.
La representación del “Hombre Blanco Europeo” como norma y sujeto universal del pensamiento político y social occidental se constituyó, en gran medida, en referente definitorio de los “otros”. El discurso de la alteridad elaborado por el Conde de Gobineau en su obra Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) identificó a las “razas” no blancas y a las mujeres como los “otros” inferiores, estableciendo, tempranamente uno de los elementos claves de la configuración de las pautas culturales de la nueva Europa moderna industrial, es decir, la nueva Europa: la premisa de la desigualdad y su correspondiente jerarquización de los seres humanos. Además, el hecho de centrarse en la figura del “Hombre Europeo”, contribuyó a construir a los demás "otros" en términos de una relación jerarquizada respecto de cada grupo. Como ha señalado Amina Mama, este posicionamiento diferencial jerarquizado dejó como consecuencia la tendencia de privilegiar el hecho diferencial en torno a un único eje sea de género, etnicidad o diversidad cultural, A. Mama (1995). La percepción binaria de la construcción de la alteridad oculta, sin duda, la complejidad de las relaciones de poder y el reconocimiento del complejo entramado de género, raza y clase que juega en el reconocimiento de los sujetos históricos y, también, de la diversidad cultural en clave de igualdad. Asimismo, ha dificultado el desarrollo de un enfoque analítico transversal en el estudio de esa misma diversidad.
Rescribir la historia desde la categoría analítica de la racialización de las diferencias étnicas, F. Anthias, N. Yuval-Davis (1992), y desde el eje interpretativo de la naturalización de las categorías sociales, constituye, a mi modo de ver, una dimensión crucial para repensar paradigmas estándares y marcos analíticos de la subjetividad histórica y de interpretación actual de la diversidad cultural. En este sentido, se puede sugerir que la continua utilización del pensamiento biosocial y el recurso a la naturalización de las categorías sociales siguen operando como mecanismo de negación de la completa subjetividad histórica a colectivos como mujeres, minorías étnicas o inmigrantes y de devaluación de su capacidad de ejercicio ciudadano, P. Chattterjee, (1996); E. Said, (1996).
En el siglo XIX, época de nacionalismos y de expansión colonial e imperialista, el desarrollo del estudio científico sobre la diferencia humana y la diferenciación hereditaria fomentó un amplio debate europeo acerca de la desigualdad racial en el que la idea de raza se incluyó tanto en los debates políticos como en los estudios académicos. Las ciencias médicas y la antropología ofrecieron una amplia fundamentación científica a las argumentaciones ideológicas sobre la noción de raza que enmascaraba un racismo claro. De hecho, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX la cobertura científica del discurso de raza fue significativa y, con ella, la autoridad moderna legitimadora que el mundo científico concedió a posturas fundamentalmente ideológicas que justificaban la desigualdad.
De igual modo, médicos y científicos se afanaron en establecer definiciones científicas de la feminidad y de la identidad de género que legitimaban la desigualdad entre hombres y mujeres. De la misma manera que el discurso de raza propuso trasladar diferencias étnicas a categorías culturales jerarquizadas de inferioridad /superioridad, el discurso de género de diferencia sexual se articuló también a partir de la traslación de la diferencia de sexo al plano cultural ideológico y de la justificación de un orden jerárquico de género basado en la subordinación de la mujer. De hecho, la comprensión del proceso según el cual las diferencias biológicas de las personas se trasladan a categorías sociales y culturales de diferenciación racial o sexual representa, a mi modo de ver, un enfoque decisivo para la comprensión de las dificultades que se hallan en el proceso de reconocimiento de nuevos sujetos históricos como las mujeres, minorías étnicas o inmigrantes y, junto a ello, en la consolidación de una sociedad multicultural. El pensamiento biosocial que define a las mujeres en función de su biología y de la reproducción, actúa como mecanismo de control social que convierte en natural la exclusión de las mujeres de la subjetividad histórica, del mismo modo que las diferencias culturales racializadas pueden determinar la subalternidad histórica de colectivos y pueblos que no encajan en la norma supuestamente universal de blanco occidental como sujeto histórico y político. Estas pautas culturales inherentes a la cultura occidental han operado y siguen operando para mantener los mecanismos socioculturales de inclusión/exclusión y de desigualdades sociales y de género en la sociedad multicultural actual.
Globalización y multiculturalismo: el fin de la homogeneización cultural
En la actualidad, las ciudades postindustriales, postmodernas, se caracterizan, o al menos deberían hacerlo, por el reconocimiento de la pluralidad, de la diversidad cultural y de las identidades múltiples. En el marco urbano actual, a menudo ejemplificado como “crisol de culturas”, la identidad de clase social y de cultura de trabajo han dado paso a la priorización del peso identitario de la diversidad cultural. La precarización del trabajo remunerado junto a la paulatina desaparición de una cultura de trabajo desplazada por una cultura más atomizada del consumo, ha significado la emergencia de señas de identidad, tanto sociales como individuales, que ya no se configuran sólo a partir de representaciones culturales construidas evocando a referentes más tradicionales como las clases sociales o el trabajo. En un contexto en el cual el paro prolongado y la movilidad laboral se han convertido en elementos habituales de la experiencia laboral de los varones, la fábrica o las reuniones sindicales ya no configuran el universo de sociabilidad masculina, ni tampoco sólo en el mercado o la plaza se encuentran las mujeres que se hallan cada vez más integradas en el mercado laboral. La pluralidad identitaria y organizativa de la ciudad postindustrial refleja la complejidad del mundo urbano actual imposible reducir a categorías analíticas tradicionales de signo exclusivamente social.
La globalización del multicultulturalismo ha llevado a autores como Yunas Samad a proponer que la conexión global-local representa el contexto en el cual se produce una redefinición del multiculturalismo en términos locales, Y. Samad (1997). Argumenta que no existe un paradigma único del multiculturalismo sino que se debe reinterpretar a escala local para dilucidar sus características y variaciones. En este contexto local, el reto no se reduce sólo a lograr el reconocimiento cultural, objetivo expresado en la clásica obra de Taylor, C. Taylor (1994), sino a establecer los términos políticos que sirven para facilitar o reducir el acceso a todas las oportunidades de vida, J. Rex, (1987). Así, el multiculturalismo se expresa también en términos sociales y de igualdad de oportunidades.
La descolonización y los procesos culturales emergentes en su seno cuestionaron desde hace décadas la primacía del modelo hegemónico occidental del hombre blanco europeo como el sujeto único del pensamiento político universal. Al cuestionar la autoridad del pensamiento masculino occidental, los movimientos sociales de derechos civiles, de poder negro, del feminismo, de los movimientos de descolonización y de otras fuerzas sociales más recientes, desarrollados desde el multiculturalismo, han puesto de relieve la complejidad de las relaciones jerárquicas de poder que pueden sostenerse en supuestos plurales de las diferencias, de signo étnico, de raza, o de género o de religión. El pensamiento postcolonial y los estudios culturales han dejado claro que las nociones universales deben repensarse. Además, el reto del nuevo siglo XXI sigue siendo el de definir los derechos humanos en términos capaces de sostener el principio de la igualdad a partir del reconocimiento de la diversidad. Desde esta perspectiva, se ha abierto una reflexión sobre la categoría misma de "derechos humanos universales" en el mundo globalizado de hoy y la implicación del concepto de ciudadanía en sociedades donde operan mecanismos de exclusión de sectores crecientes de minorías que no gozan de los derechos de ciudadanía, B. Sousa Santos (1997).
De entrada, la dinámica de la mundialización ha conllevado procesos de universalización y de homogeneización cultural. La globalización de las industrias culturales en el ámbito mundial ha fomentado la homogeneización del consumo de cultura que traspasa las fronteras de los estados nacionales, cuya identidad y ámbito de actuación está en permanente proceso de redefinición, en espacios territoriales donde las fronteras geográficas nacionales se difuminan por la apertura de mercados cada vez más globales en ámbitos tan distantes como la Unión Europea, la NAFTA o el Mercosur. Artefactos culturales como la música, el cine, la publicidad, los videoclips, o las series televisivas configuran los referentes audiovisuales de las nuevas generaciones que consumen, en gran medida, productos culturales que traspasan sus fronteras nacionales.
Refiriéndose al contexto de los nacionalismos emergentes del siglo XIX, el clásico estudio de Benedict Anderson propuso el concepto de “comunidad imaginaria” como fórmula que permite desarrollar la experiencia de pertenencia a un grupo determinado que, paralelamente genera mecanismos de exclusión de la comunidad creada, B. Anderson, (1993). También destaca la importancia de los artefactos culturales como la emergencia de la prensa en la consolidación identitaria de los nacionalismos. Inclusión y exclusión constituyen elementos claves en las políticas de identidad en la actualidad y, ello se efectúa a menudo a partir de la definición del otro y de dinámicas de identidad. En este sentido, el consumo de productos culturales y la mirada del otro son fundamentales en la creación de mecanismos de integración o de exclusión que faciliten la pertenencia a una comunidad, a una aldea global. La globalización de la coca cola, de la música, de los programas televisivos y de otros artefactos culturales fomentan el espejismo de la construcción artificial de una “comunidad imaginaria” en el ámbito global, de referentes culturales aparentemente universales en el marco de un proyecto económico único en un mundo globalizado de desiguales recursos económicos y culturales. Del mismo modo que el capitalismo, en términos de Anderson, permitió desde el siglo XIX vincular la idea de civilización universal con la de nación, el capitalismo tardío del ciberespacio, orienta el proceso de construcción de un ideario cultural universal en el ámbito del planeta, B. Anderson (1993).
Msc. Miriam Peña. UJGH
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